ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 4º de Pascua B


El Domingo del Buen Pastor nos ofrece la oportunidad de mirar la Pascua desde una perspectiva concreta: Jesús, dirigiéndose a los fariseos, les habla de su condición de Buen Pastor. De este modo, se identifica con el Dios del Antiguo Testamento, que se presenta tantas veces, como pastor del pueblo de Israel.

Jesús se nos manifiesta como el Pastor Bueno, porque hay también pastores malos: aquellos fariseos que le escuchan y toda la clase dirigente de Israel, que se han sentado en la “Cátedra de Moisés” (Mt 23,2ss). Recordemos también la enseñanza del profeta Ezequiel sobre los malos pastores (Ez 34,1-25), y la de Jeremías, que nos anuncia pastores según el corazón de Dios (Jer 3,15).

Todos sabemos lo que hace un pastor, cuidar de su rebaño: guía a las ovejas, las cuida y las alimenta. Cura a la enferma, está pendiente de las más débiles, busca a la que se ha perdido. Podríamos decir que atiende al conjunto de las ovejas, y a cada una en particular. Pero lo específico de Jesucristo, es llegar hasta “dar la vida” por el rebaño, porque Jesús no es un asalariado a “quien no le importan las ovejas”, como sucedía con los malos pastores.

“Yo soy el buen Pastor –dice- que conozco a las mías y las mías me conocen… Yo doy mi vida por las ovejas”. Y éstas no son palabras huecas, hiperbólicas, o imaginarias, porque esto es lo que estamos celebrando en este Tiempo de Pascua. Por eso, la Iglesia, exultante de gozo, proclama este día: "¡Ha resucitado el buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya!” De esta forma realizó la salvación. La primera lectura nos presenta a San Pedro, lleno del Espíritu Santo, que dice ante el Sanedrín: “Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos”. Y la salvación que Él nos ha obtenido y nos ofrece a todos, no sólo nos libera del pecado y nos reconcilia con Dios Padre, sino que llega hasta hacernos hijos de Dios, como escuchamos en la segunda lectura. San Juan, en efecto, lleno de asombro, escribe: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. ¡Y con todas sus consecuencias!

Todo esto nos llena de una inmensa alegría y nos mueve a la alabanza y a la acción de gracias a Jesucristo y a Dios Padre que nos lo envió.

Desde hace muchos años se celebra este domingo, la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones: Jesús, en su ausencia visible, nos invita a todos a cooperar con Él en la hermosa tarea de ser el Buen Pastor de su pueblo; y elige, de una manera particular, a muchos hombres y mujeres, para que dediquen todo su tiempo, todo su corazón y toda su vida, a esta tarea apasionante, como sacerdotes, religiosos, misioneros, consagrados en medio del mundo. Y por eso se llaman “vocaciones de especial consagración al servicio de la Iglesia”. Y, como es Dios, el que llama, el que tiene la iniciativa, se dedica esta Jornada a la oración, para que el Dueño de la mies envíe abundantes obreros –ellos y ellas- a sus campos. A todos los miembros de la Iglesia se nos urge, por tanto, en esta Jornada, orar y trabajar para que haya muchas vocaciones; porque el Buen Pastor ha querido tener necesidad de nosotros, también para hacer resonar su voz en el corazón de los que Él llama. Por eso la abundancia o escasez de vocaciones depende también de nuestra preocupación, de nuestra oración y de nuestro trabajo.

¡Qué hermosa es la tarea de suscitar en medio de la Iglesia, las vocaciones de especial consagración a su servicio! ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo II de Pascua B


En la Iglesia todos somos conscientes de que el acontecimiento de la Resurrección del Señor, con todas sus consecuencias prácticas, no cabe en un solo día y que, por eso, se prolonga durante cincuenta días de alegría y de fiesta en honor de Cristo Resucitado. Y se nos advierte que el problema está en poder mantener durante tanto tiempo, el clima de alegría y de fiesta propio del Tiempo Pascual.

Los cincuenta días comienzan con la Octava de Pascua: en cada uno de los días de esta primera semana, se celebra la solemnidad de la Resurrección, aunque sean días laborables. Hoy llegamos al octavo día, la Octava de Pascua.

Durante estos días la Liturgia de la Palabra nos ha venido presentando, en el Evangelio, distintas apariciones de Cristo Resucitado, que trata de ayudar a los discípulos a pasar, del temor, a la alegría desbordante, de la torpeza en creer, a la certeza, más allá de toda duda, de que el Crucificado, había resucitado, estaba realmente vivo. En la primera lectura de cada día se nos han venido presentando algunos testimonios de los apóstoles, casi siempre de Pedro, acerca de la Resurrección del Señor.

Al llegar el día octavo, es lógico que el Evangelio nos presente la aparición propia de la Octava, en el que se produce el encuentro del Señor con Tomás, que se rinde a la fe, con unas palabras impresionantes: “¡Señor mío y Dios mío!”

La primera lectura nos presenta, no ya el testimonio de los apóstoles, aunque también haga referencia a ellos, sino más bien, el testimonio de toda la comunidad: cómo vivían los primeros creyentes en la Resurrección del Señor.

En medio de todo esto, celebramos hoy el Domingo de la Divina Misericordia, instituido por el Papa San Juan Pablo II, que murió –que coincidencia- la víspera de esta conmemoración. Pero ya, desde antes de la institución de esta Jornada, los textos de la Misa de este día contienen elementos que tratan de la Divina Misericordia: por ejemplo, la oración colecta comienza diciendo: “Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales…”

¿Y qué son estas fiestas sino el punto culminante de la manifestación y realización del amor de Dios Padre? “La prueba de que Dios nos ama –escribe S. Pablo- es que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros…” (Rom 5, 6-9).

Esta Jornada, por tanto, constituye una llamada apremiante a contemplar los acontecimientos que estamos celebrando, desde la perspectiva de la misericordia divina, de manera que podamos proclamar con el salmo responsorial de los tres Ciclos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.

Y la misericordia de Dios nos impulsa con fuerza a practicar la misericordia con los hermanos, especialmente, con el amor, el perdón y la ayuda fraterna. En efecto, estas realidades deben constituir “la atmósfera”, el espíritu que envuelve nuestra vida y la vida de nuestras comunidades, si quieren ser verdaderamente cristianas. En definitiva, “la señal” que nos dejó el Señor de la autenticidad de nuestro “ser cristiano” no es otra cosa que el amor a los hermanos (Jn 13, 35).

El Año de la Misericordia que ha convocado el Papa, será ocasión privilegiada para reflexionar sobre todos estos aspectos.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

Vía Lucís en Arafo

Hoy, 19 de abril, con la misma alegría que se siente en la mañana de Resurrección, un grupo del movimiento Vida Ascendente de El Asiprestajo...