ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. La Ascensión del Señor.


¡Volver a casa, llegar a casa! ¡Cuánto se desea, cuánto nos conforta, cuánto nos alegra! Y decimos: ¡Por fin, en casa!

He ahí la primera realidad que contemplamos al celebrar este domingo, la solemnidad de la Ascensión del Señor: El Hijo de Dios “que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del Cielo”, -hablamos en términos humanos - vuelve a su Casa, a la Casa del Padre, con un cuerpo semejante al nuestro, pero resucitado y glorioso. Y se sienta a la derecha de Dios Padre, es decir, en igualdad de grandeza y dignidad con el Padre. Ha terminado su tarea, ha cumplido perfectamente su misión, y ahora vuelve al Padre como Vencedor sobre el pecado, el mal y la muerte. ¡Cuánto nos enseña todo esto!

La Ascensión es el punto culminante de la victoria y exaltación de Cristo, que ha abierto de par en par las puertas del Cielo a todos los hombres. Y aguardamos y anhelamos su Vuelta gloriosa, como les advierten a los discípulos aquellos “dos hombres vestidos de blanco” (1ª lect.).

La Ascensión de Jesucristo marca así el comienzo de su ausencia visible y de su presencia invisible. Por eso puede tener un cierto matiz de pena, de tristeza, como contemplamos, por ejemplo, en el himno de Vísperas: “¿Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?”.

Es éste sólo un aspecto de esta solemnidad que se celebra, más bien, en un clima de alegría, como la que contemplamos en los discípulos al volver a Jerusalén “con gran alegría”. (Lc 24,52). Y pocas oraciones, a lo largo del Año Litúrgico, tienen un carácter tan alegre y festivo como la oración colecta de la Misa de hoy: “Dios todopoderoso, concédenos exultar santamente de gozo y alegrarnos con religiosa acción de gracias, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria…”. ¡Somos miembros de su Cuerpo! Por eso escribe S. Pablo: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados- nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el Cielo con Él”. (Ef 2, 4-6). Por lo tanto, nuestro destino celestial no es algo que pertenece sólo al futuro, sino que, de algún modo, ha comenzado ya, con Jesucristo y con los santos, especialmente, con la Virgen María, que está en el Cielo también con su cuerpo glorificado. De esta manera, como dice el Vaticano II, la Iglesia “contempla en Ella con gozo, como en una imagen purísima, aquello que ella misma, toda entera, ansía y espera ser”. (S. C. 103).

Qué grande y qué hermoso es el destino que nos espera: el Cielo, la Casa del Padre, que es como el hogar de una familia muy numerosa y feliz, liberada por fin, del sufrimiento y de la muerte, y colmada de paz y alegría sin fin. Sólo el pecado grave, que rompe nuestra comunión con Cristo, puede torcer y hacer desgraciado nuestro futuro.

Por todo ello, los cristianos no podemos vivir olvidados del Cielo. Sería absurdo. ¿Cómo vamos a olvidarnos de nuestra casa, cuando vamos de camino hacia ella? Ya nos advierte el Señor que hemos de tener nuestro corazón en el Cielo, porque donde está nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón. (Mt 6,20-21).



¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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